Son tres los hombres que se levantan en grupo y se dirigen hacia la puerta. La camarera los despide y vuelve al ajetreo nocturno.
Foto: "Figures in a bar de Keith Vaughan", imágen extraída de google.
Ruidos de vasos y platos se escuchan de vez en cuando pero se apagan en el momento que otra canción comienza a sonar. Estoy mirando mi vida en el cristal de un charquito y pasan mientras medito las horas perdidas, los sueños marchitos. La luz del bar es opaca, únicamente la zona de la barra es la que brilla. Las botellas de colores dispuestas todas en hilera despiden una luminosidad que vuelve su contenido más tentador, pero él se había prometido no volver a quedarse hasta tarde. La última vez que eso ocurrió fue un desastre y todavía no recuerda cómo regresó a su casa. Una complicidad entre el dueño del bar y los muchachos de siempre lo habían convertido en ese personaje extraño y taciturno que frecuentaba el lugar desde hace un mes. De todas maneras, él siempre prefirió mantener distancia y cada vez que intentaban sacarle algunas palabras contaba lo mínimo indispensable. Aunque supiera que los motivos para beber nunca son tan importantes, o son siempre los mismos. Él no era el primer hombre en ingresar al bar en ese estado, ni tampoco sería el último. Por eso, prefería sentarse a relamer sus heridas alejado de todos. No quería hacer amigos, ni conocer gente. Solo pretendía gastar el tiempo, matarlo. Hacer de toda esa pesadumbre en su pecho un dolor invisible que terminaría por desaparecer. Y qué mejor compañía que el alcohol para ello.
Pero ahora que la música comenzaba a inundar el bar, sentía como si en el interior de su cabeza se disparara un pequeño motor que traía imágenes. Era un río que se desataba dentro de sus ojos para arrastrar recuerdos con la fuerza de una correntada. Y él no podía hacer nada para impedirlo. Vuelven tus ojos lejanos con el llanto de aquel día. Pensar que puse en tus manos una culpa que era mía. Comenzó a armar un cigarrillo y pidió otra botella. Ella lo vio y le sonrió. Sabía que el mudo nunca hablaba demás, hacía un mes que llegaba en el mismo horario y ocupaba la misma mesa, pero algo en sus ojos negros y profundos llamó su atención y decidió que podía intentar charlar nuevamente con él. Ya casi era la hora de cierre, no quedaba mucho por hacer y todo siempre se volvía monótono. Otra jornada más que se acababa en ese trabajo insípido pero necesario. Cada día que pasaba sentía que desperdiciaba su tiempo, pero por lo menos con esa plata podía permitirse estudiar y eso la reconfortaba. Además, cada tanto ocurrían cosas que cortaban la rutina con sorpresa y aparecían esos personajes que a ella le parecían salidos de los libros que leía. Le daban pena y ternura al mismo tiempo. Los veía frágiles e indefensos. A veces, se enamoraba secretamente y sentía ganas de besarlos con violencia una única vez. Así, después podría volver a imaginarlos, con menor o mayor exactitud en su cabeza para escribirlos en algún relato secreto.
Él la vio acercarse y sintió un temblor subiendo por su columna que lo hizo ponerse tenso. No recordaba su nombre, ella ya se lo había dicho. Incluso se lo había repetido en alguna otra ocasión, pero ahora no había forma de acordarse. Sintió el efecto del alcohol en su cuerpo y para colmo la música que insistía desde todas partes, con ese canto como un lamento de angustia. Así midiendo mi pena noches y noches consumo buscando ver en el humo del pucho que fumo tu imagen serena.
Intercambiaron un par de palabras y la vio sonreír. Suponía de todas maneras que esa cordialidad no era otra cosa que su trabajo, la obligación de atender una y otra vez todas las mesas del bar y esperar que en la partida la propina fuese generosa. No era la primera vez que se fijaba en ella, desde el primer día en el que decidió que ese bar sería su segundo hogar se había dejado encantar levemente por esa figura. El pelo oscuro y el flequillo definiendo un rostro con una nariz en punta y una boca pequeñita. Y la mirada afable en un primer momento pero después atenta, como si intentara penetrar en los pensamientos de uno.
Hablaron durante un rato pero él sentía una pesadez invadiendo lentamente su cuerpo y no podía distinguir si era culpa de la bebida, del cansancio o de la música que no paraba de sonar. Al final, ella terminó por marcharse frente a sus devoluciones monosilábicas. Él se sintió un idiota. ¿Por qué actuaba de esa manera? Era como una especie de desgano, como una necesidad de hundirse en un pozo profundo que lo tapaba de cuerpo entero. No era la primera vez que el amor lo tenía en ese estado y cuando toda decisión fue tomada él pensó que sería más simple. Pero ahora se veía todas las mañanas frente al espejo y pensaba en los días que faltaban para levantarse y sentir que todo era normal de nuevo. Y hoy que no vale mi vida ni este pucho del cigarro, recién sé que son de barro el desprecio y el rencor.
Miró el vaso e imaginó la sombra de un rostro desalineado, con ojeras. No podía verse de otra manera. Acostarse tarde y levantarse temprano traía sus consecuencias. Los cigarrillos también. Pero todo era parte de ese mecanismo inútil que construía cada vez que una situación así lo atrapaba. Siempre que esto ocurría podía percibir una nube oscura que lo abrazaba. Era otro cuerpo igual a él pero hecho de niebla y frío que reemplazaba a su sombra y se convertía en una presencia violenta. Una especie de entidad que lo empujaba desde arriba hacia el suelo y aturdía su cabeza. Entonces, él perdía toda esperanza en las decisiones de su vida y se volvía un autómata sin dios ni fe. Era como si algo le impidiera razonar con claridad.
Un pensamiento se dibujó en su cabeza e iluminó sus ojos como un rayo, pensó que esa noche todo podía ser diferente. Que las cosas podían comenzar a cambiar. Alzó la vista y vio que ella se movía de un lado a otro con un ritmo envolvente. Levantaba vasos y copas. Acomodaba sillas. De vez en cuando se reía por algún comentario que escapaba de la cocina pero que él no llegaba a escuchar por culpa de esa música molesta. Están tus ojos queridos en el espejo de barro, fantasma de mi cigarro, reproche y olvido, condena y perdón.
Comenzó a formular en su cabeza las palabras que le diría. Recordó cómo era su vida en esa soledad anterior, no parecía difícil. Todo siempre había sido bastante simple y pensó que podía dejarse llevar por esa confianza ciega. No crear una máscara sino únicamente mostrarse tal como era. Pero ahora que escuchaba esa música, un temor y una inseguridad lo invadían. Sentía que era frágil, que en su abandono también le habían dejado una especie de maldición, un aguijón invisible que lo volvía vulnerable e idiota. O tal vez era el alcohol.
La observo nuevamente mientras alternaba la mirada entre su vaso y su figura. Armaba con delicadeza las palabras que podía inventar para hablarle. Miraba su rostro que iluminado por la luz de la barra parecía una fotografía hermosa en blanco y negro. Miraba sus manos y podía distinguir alguna que otra quemadura pequeña. Seguramente gajes del oficio. El río oscuro se había detenido y ahora sentía un remolino de imágenes ficticias volar en su mente. Imaginaba sus dedos extendidos, recorriendo con suavidad alguna parte del cuerpo. La boca húmeda y el olor a cigarrillos mezclandose con algún perfume. Tomó otro trago de su vaso y pensó en una espalda blanca y desnuda extendiéndose frente a sus ojos. Vislumbró un tatuaje en la zona baja, cerca de los muslos. Pero ¿cómo saber que está ahí? Quizás esto último fuera puro recuerdo, un detalle adorado y tantas veces visto en otra mujer volviendo a fuerza de insistencia. La música otra vez lo expulsa de ese ensueño porque el cantante sostiene una nota menor concentrada en una palabra que se extiende por todo el bar. Se siente un estúpido, piensa que esas cavilaciones no ayudan en nada. Que en realidad debería hacer todo lo contrario, pensar menos y actuar.
Se sirve otro trago, el último y siente que es momento. Hay una fuerza suave que se adueña de su cuerpo. Piensa que no debería temer nada, que debería hablarle, que ella también así lo desea. Y que si nada sucede, no importará. De todas maneras, habrá matado esa inquietud en su cabeza, no necesita generarse más dudas. La música continúa y él hace señas al mozo del bar. Y al encontrarte perdida entre cigarro y cigarro, sé que fue todo de barro, de barro mi vida, de barro mi amor. Pide la cuenta, pero cuando quiere buscarla ella ya no está. La ve salir con una mochila y sin el delantal. Lleva los labios pintados y maquillaje en los ojos. Con esa belleza súbita irrumpiendo en lo opaco del bar, ella le regala una última mirada. Una sonrisa luminosa y un gesto de saludo con la mano. Luego, en la entrada él ve como otro hombre abraza su cuerpo mientras ella lo besa con dulzura para luego salir juntos. Tiene un poco de envidia y siente frío en el cuerpo. La música cesa pero sabe que pronto otra canción volverá a sonar. Termina su vaso con premura y se dirige al baño en donde se quedará dormido.
***Las frases en cursiva pertenecen al tango “De barro” popularizado por la orquesta de Anibal Troilo y con letra de Homero Manzi.
Sobre Pablo
Pablo Carrazana (1992). Docente de Lengua y Literatura en nivel medio. Asiduo lector y
ocasional escritor (cada vez con más frecuencia). Melómano empedernido, si no toca un
instrumento fue por culpa del latín y el griego. Realiza talleres de escritura con Isabel Vasallo y Osvaldo Bossi. Actualmente, se encuentra trabajando en su primer libro.
> Para contactar a Pablo, enviar un mail a pjcarrazana@gmail.com
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