Me llamaban Negrita. Cuando Ana era una recién nacida me llevaron con ella. Ella me quiso y nos hicimos inseparables. A veces me dejaba olvidada en el suelo pero luego, venía, me abrazaba y me llevaba. No tengo memoria de mi historia sin ella.
Aquel día, íbamos al valle a visitar a la Virgen. Ella también es negrita, me le parezco. Íbamos en un colectivo que era un cacharro. Hacía ruido por todos lados y la marcha era lenta. Hacía mucho calor. Anita me había vestido con ropa liviana y clara. Así íbamos. Me contaba del paisaje, me decía mirá viste qué hermoso. Y me mostraba el panorama detrás del vidrio. Me hablaba sobre lo maravillada que estaba al ver tanta naturaleza junta, que era la primera vez que viajaba por allí. Me susurraba quiero llegar pronto, quiero conocer a mi protectora. En palabras casi inaudibles, me confesaba que quería ver el recordatorio. El recordatorio era una plaqueta de bronce que sus padres habían hecho colocar en la gruta de la virgen. Ellos eran muy devotos y, cuando Anita salió bien, su fe se hizo más grande. Por eso íbamos.
Ana tenía menos de dos años cuando enfermó. Estuvo en cama cerca de ocho meses; los días se contaban por las llegadas del médico. Las rutinas, la medicación, la espera. Y el murmullo. El murmullo de las religiosas que rezaban el rosario. Cada tarde se reunían para que la virgen intercediera por mi Anita. Una vez, ella en secreto me dijo esos rosarios y la Virgen negra me salvaron.
El coche iba lento y de repente pum… caí. Anita me levantó, me preguntó te golpeaste y me abrazó. El movimiento se había detenido. El chofer gritó abajo y el papá de Ana la tomó de la mano y bajamos. En ese momento, sin que mediaran las ventanas, miré a mi alrededor: la vastedad ante mis ojos era tan inmensa que superaba lo que pudiera haber imaginado. El vacío que me habitaba se llenó de esta visión única que me entregaba su totalidad. Vi la ruta, testimonio del paso de la civilización, lo rocoso de la superficie con su vida latiendo debajo y, lejos, el primoroso verde centelleante al sol.
Caminamos a la vera de la ruta unos metros, hasta el parador que habíamos pasado. Cuando llegamos Anita me sentó en el suelo con ella. La multitud de pasajeros reunida nos impedía disfrutar la vista. Vení Anita le dijo su papá y ella lo siguió, llevándome. Los tres bajamos la ladera, tenía una senda demarcada por las huellas de anteriores caminantes. La vegetación era escasa y agreste. Al final de la senda había un arroyo: la vertiente parecía venir del interior de la roca. Oí el fluir de la corriente cerca, me estremecí hondamente.
Ana me había dejado sentada en una roca frente a la montaña. Así, de cara al muro que era la piedra, me preguntaba sobre la vida secreta de las cosas inanimadas. Mientras miraba perdida la montaña, Anita me agarró y me dijo vení vamos a chapucear papá me dejó. Se sacó los zapatos y me llevó al agua. Con los pies sumergidos, me hizo hacer la plancha: vi el cielo teñido de azul con unas hilachas de pájaros atravesándolo. Una paz innominada rodeaba aun ese lugar. Anita Anita escuché decir. Sus manos me soltaron y la fuerza de la corriente me arrastró. Las últimas palabras de Ana que oí fueron ahí voy pá. En el viaje que me ofrecía la corriente cristalina y con el sol del mediodía mirándome fijo, pude percibir los nombres latentes en la naturaleza.
Sobre María de los Ángeles
María de los Ángeles Auliel. Estudiante del profesorado en letras en la UM y docente. Escribió un poema dedicado a la memoria de Leda Valladares que fue seleccionado para integrar la antología EllasxEllas 2020 de Clara Beter Ediciones. El poema “Quiero hacerte el pensamiento…” fue publicado en la edición octubre-diciembre 2020 de la Revista de literatura y cultura trenINSOMNE. Participó en los vivos de poesía de la UNLaM. El texto "Punto nieve" recibió una mención especial en el concurso Derivas Urbanas 2020.
> Si querés contactarte con María de los Ángeles, escribile a maauliel@gmail.com
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