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La palabra que no enferme, un cuento de Marina Casas

Diez de la mañana. Estoy acostada en el sillón de mi casa. Suena mi celular: Buenos días, queríamos confirmarle que dio positivo.

Foto: Archivo Pinterest

Durante seis meses, enfermarme de coronavirus no fue la principal causa de mi angustia, sino más bien que todos mis planes para el año se vieran amenazados o directamente eliminados.


Recién ahora, con el virus en mi cuerpo, empiezo a asustarme y a sentirme mal, sin saber si mi malestar es físico o si es producto de mis miedos. Esa es siempre mi pregunta respecto a cada sensación, a cada cosa que me pasa.


Recuerdo ahora que alguna vez una amiga me dijo: ¿sos hipocondríaca?

Hoy, después de muchos años sin pensar en esa palabra y en sus implicancias, vuelve esa pregunta. Busco una respuesta mientras siento el cansancio en todo el cuerpo.


Cierro los ojos intentando entrar en un estado de somnolencia a pesar de los latidos de mi corazón cada vez más veloces que golpean contra el almohadón que tengo a mi costado.


Quince años atrás, un viernes a la mañana en la Facultad de Psicología, el profesor lee un fragmento de un tomo de Freud sobre el caso de una joven que tenía, entre otros síntomas, parálisis de sus brazos, piernas y ceguera. Mientras tomo apuntes, noto que me transpiran las manos mojando toda la hoja en la que escribo.


Me pongo nerviosa con una necesidad imperiosa de mover mis piernas y, de algún modo, asegurarme de que no soy yo aquella chica de la que están hablando. Me repito: no soy yo, mientras empiezo a tensionar muy fuerte mi vista abriendo y cerrando los ojos cada vez más rápido. De golpe, veo nublado. No quiero perderme una palabra de la explicación del profesor, pero me levanto y me dirijo velozmente hacia la puerta. Voy al baño y me tiro agua helada varias veces en la cara hasta que el frío logra tranquilizarme.

A la semana siguiente, me saco diez en el parcial. El profesor destaca en mi evaluación lo completa que está la pregunta sobre aquel caso. Escribo más de dos carillas describiendo a la perfección el padecimiento de aquella chica. Así, durante cinco años de carrera, sufro ante la lectura de cada apunte, temo tener cada patología mental y diagnóstico estudiado, haciendo carne cada padecimiento ajeno, incorporándolo y convirtiéndolo en saber. Así fue todo: sufriendo y recibiendo, al finalizar la carrera, mi diploma de honor.


En el último año de secundario, un día caluroso de octubre, un tipo con un maletín marrón y traje gris, casi como salido de una película, interrumpe nuestra clase de matemática, se para en el frente y nos habla de las convulsiones. Describe a la perfección en qué consisten aquellos episodios y explica cómo se debe ayudar a una persona en esa situación. Habla del riesgo de morderse la lengua y de repente siento que la mía empieza a endurecerse.


Siento que las manos me empiezan a temblar. Si le pido permiso a la profesora para ir al baño sé que no me va a dejar argumentando que eso sería una falta de respeto, que aguante un rato. Me paro y salgo del aula antes de que alguien llegue a abrir la boca. Doy un portazo. Dejo salir la bronca por estar expuesta a una situación de la cual no quiero ser parte. En el pasillo, me cruzo con mi mejor amiga que está en el otro curso de Polimodal. Estás blanca, bah, más pálida que lo normal. Me agarra del brazo y me acompaña al patio a tomar aire, entendiendo, sin que yo diga nada, que en cualquier momento me puede bajar la presión.


De repente, tengo siete años. Voy a segundo grado. Nunca antes tuve problemas para entrar a la escuela, pero ahora, de golpe, no quiero. Mi cara está tensa mientras la maestra intenta convencerme de que vaya al aula. Es la misma maestra que tuve en primero, pero ahora no me reconoce. Aprieto fuerte la nariz haciendo que se arrugue y pongo dura la frente como si mi enojo estuviera a punto de explotar. No tengo ganas de abrir la boca para decir ni una sola palabra, ni siquiera para decir que no. Cuando la maestra obliga a mi mamá a irse para que yo me tenga que quedar ahí sí o sí, acepto pasar al aula. Me siento en la mesa junto a mis compañeras, pero me quedo un rato largo con los brazos cruzados. Lo único en lo que puedo pensar es en la imagen que vi en el patio de mi casa el día anterior: mi perro que corre a toda velocidad por el pasillo tirando al suelo a mi abuela que se interpuso en su camino, rompiéndole al instante su cadera derecha. Sus gritos de dolor, la sirena de la ambulancia rompiéndome los tímpanos con su sonido cuando llegó.


Mis dos compañeras de mesa me empiezan a hacer cosquillas para que afloje la cara y al final les cuento a ellas lo que pasó. Esa es tu abuela la que está loca, ¿no? Una de mis amigas dice eso y siento el enojo en el medio del corazón. No sé qué responderle, no sé qué es la locura. Sólo sé que mi abuela no es tan vieja como parece y tiene algo así como una falla con su memoria: repite varias veces seguidas las mismas frases, las mismas preguntas. Se olvida de las cosas, pero no tiene una enfermedad. Va a distintos médicos cada semana, ninguno sabe qué tiene. Es un misterio. A veces acompaño a mi mamá cuando hay que llevarla al hospital. Ese lugar me da bastante miedo.


A los dos años de obtener mi título de psicóloga ya tengo bastantes pacientes. En general, a los estudiantes de psicología les da bastante vértigo largarse a la clínica y escuchar los padecimientos de otras personas. A mí no. Arranqué en cuanto pude. Sentía que era capaz de hacerlo; eso no me acobardaba.


Mientras preparo las cosas en mi consultorio para atender a un próximo paciente, pienso que en una semana tengo que pasar por primera vez por un quirófano.


Me aterra la idea de que mi cuerpo esté completamente dormido, darle el control de mí misma a un otro, perder la capacidad de saber qué me está pasando. Me tienen que sacar un quiste de un ovario. En sí, eso no me preocupa… Una posible muerte a causa de alguna falla con la anestesia, por supuesto que sí. Siempre dicen que en toda operación hay un riesgo.


Agarro mi computadora y, en los últimos cinco minutos que tengo antes de que suene el timbre, escribo una especie de testamento a pesar de no tener más de veinticinco años. Es más bien… un testamento emocional con un recuento de ganancias y pérdidas de vínculos, una especie de ritual obsesivo para calmar la angustia del momento.


Recibo a mi paciente, un joven de dieciocho años que me cuenta que tuvo que sacarse sangre el día anterior y sufrió un desmayo. Aquello le daba demasiada impresión. Mientras me lo cuenta, siento que empiezo a acalorarme. Es un día de bastante sensibilidad. No siempre la escucha de un otro es tan fácil, pero el trabajo no es sin eso. En cuanto hago mi primera intervención baja esa sensación de mi cuerpo. Mi paciente sigue adelante con su relato. Cuando se va, siento la satisfacción de saber que fue una sesión muy importante para él. Y para mí también. En la facultad siempre repiten la palabra disociación, como aquel mecanismo que uno debería poner en marcha para llevar adelante esta profesión. Al principio lo sentía como un imperativo constante, como un músculo a ejercitar que me requería bastante esfuerzo. Tal vez se trate de eso y de ahora poder ponerlo en juego con cada paciente. Tal vez, mi extrema sensibilidad no es algo de lo cual renegar sino aquello que sí permite hacer un lazo con aquel a quien escucho, que de otro modo no sería posible.


Después de una hora, me despierto de mi siesta en el sillón sin haber dormido realmente después de repasar todos aquellos episodios en relación a mi angustia por las enfermedades. Agarro mi celular. Tengo la necesidad de buscar en Google la palabra hipocondría, aunque hace años haya estudiado en la facultad muchísimo sobre ese tema.


Habla de la preocupación excesiva por la propia salud y de la tendencia a exagerar los sufrimientos. Tal vez me siento más identificada con esto último. Tal vez no se trate de exagerar sino de sentir al máximo cada situación propia o ajena, imaginando cómo sería sufrir todo aquello que no me pasa directamente a mí. Como psicóloga no trabajo con diagnósticos cerrados que ponen etiquetas a las personas; justamente estoy en contra de eso. En la facultad intentaba catalogarme dentro de cada trastorno mental, cuando en realidad no comparto aquellas categorías que nos hacen aprender casi de memoria. Me tranquilizo y elijo pensar que más bien se trata de esa hipersensibilidad. Me siento cómoda con eso.


Sigo en Google y me tienta leer una nota sobre las secuelas del Coronavirus. Por un momento empiezo a sentir que me falta el aire. Me anticipo y me preocupa con un miedo intenso todo lo que me esté pasando en el cuerpo y pueda pasarme en un futuro próximo. Lloro y, después de un rato, ya me siento mejor. Tal vez diez años de terapia propia hayan ayudado a dominar todo aquello que de otro modo podría perturbarme aún mucho más.


Preparo mi computadora y estoy lista para atender a un paciente mayor aterrado por la posibilidad de contagio. Me va a contar una vez más de sus temores, sin nunca saber que, en ese mismo momento, su psicóloga está contagiada, y a veces, también, tiene un poco de miedo.


Sobre Marina

Marina Casas es licenciada en Psicología especializada en Inclusión escolar. Escribió artículos para las revistas Novedades educativas, El sigma, Provocación y Revista de Psicología de la UCA. Como guionista su primer largometraje Del ruido al ritmo ganó el premio Mejor guión Conexión en el Oaxaca Filmfest en el año 2017.Como bailarina se especializó en Tap y Estilos Urbanos. Escribió y dirigió las obras de danza teatro: Sujeto/a (2018) y Trenza (2019). Participó del Comercial de Yogurser en la campaña Mujeres que crean. Es miembro fundador de la Asociación Argentina de Tap. En 2020 salió su primer disco, Semblantes, utilizando allí al tap como instrumento y en 2021 No me da lo mismo, un proyecto audiovisual en su canal de Youtube con algunas de sus canciones. Los animales no saben contar es su primer poemario publicado en 2021 por la editorial Rangún.


> Si querés contactarte con Marina, escribile a casasmarina@gmail.com

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