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MAIZAL, un cuento de Alan Talevi

Es domingo y me despierto temprano. El día está frío y gris, perfecto para comer facturas.

Imagen: Archivo


Así que voy hasta la panadería que atiende una pareja de viejitos, a cuatro cuadras de casa. Me da fiaca sacar el auto. Y, por otra parte, disfruto las calles vacías en días así. Es como si tuviera toda la calle para mí solo.


La panadería está en una esquina. Se entra por una puerta blíndex de doble hoja; una de las hojas no abre, la otra tiene un cartel que dice: “ingrese por esta puerta”.

Adentro está como siempre el viejo panadero, sentado en una banqueta detrás del mostrador, con su gato en el regazo. La esposa está de pie detrás de la caja. Apenas oler las facturas me doy cuenta de que están recién hechas y de que el viejo, hoy, estuvo inspirado. Hay veces que ponen las facturas que sobraron del día anterior, y sé, sin tener que tocarlas, que son facturas viejas. Las del día anterior huelen distinto y además se deslucen: parece como si se achicaran.


Pido media docena: una bola de fraile, tres medialunas de grasa, dos de manteca. El panadero las pone en una bolsa de papel. Tengo ya la bolsa de papel en la mano cuando me doy cuenta de que no me queda efectivo en la billetera.

Me da calor en la cara. Pido disculpas, digo que voy a sacar plata al cajero. La vieja no dice nada. Si estuviese solo el viejo atendiendo la panadería, seguro me fiaría. Pero la vieja no dice nada. Me arrepiento de no haber venido en el auto.

Voy hasta el cajero más cercano, afuera del Colegio de Escribanos, a dos cuadras de casa, pero en dirección opuesta a la panadería. Hice ya las cuatro cuadras de ida hasta la panadería, las cuatro de vuelta y dos más hasta el cajero. Y, cuando consiga la plata, deberé desandar todo el camino. Empiezo a ponerme de mal humor.

En el cajero encuentro a un hombrecito: cuarenta años, conjunto de gimnasia, zapatillas deportivas con una cámara de aire innecesaria para un hombre que no debe pesar ni sesenta kilos.


Transcurren los minutos y el hombrecito persiste frente al cajero dele apretar botones. Cada tanto mira un papel que tiene en la mano y transcribe una extensa clave numérica. Después el cajero arroja un comprobante por la ranura, el hombrecito lo retira y, cuando yo pienso que ya todo está por terminar, que accederé a los billetes que necesito para pagar las benditas facturas para el desayuno, la operación vuelve a repetirse: el hombrecito selecciona una de las opciones de la pantalla, mira el papel en la mano, transcribe una larga serie de números. Deduzco que está realizando no una, sino varias transacciones electrónicas, un domingo a las 9 de la mañana.


Ese tipo de personas echa a perder el mundo. Prefieren postergar su sesión de ejercicio en alguna plaza el día de descanso para pasar por el cajero y ahorrarse la cola el lunes. Con su sentido del orden y la planificación, pervierten el domingo. Y de paso, nos lo arruinan al resto, que queremos usar el cajero para comprar cinco medialunas y una bola de fraile, que es lo que se supone que se debe hacer los domingos por la mañana. Me saca de quicio que tipos como el hombrecito ese me hagan perder veinte minutos de mi mañana de domingo porque no entienden la noción de ocio ni el uso respetuoso y solidario de los servicios públicos.


El tiempo sigue pasando. Me voy acercando más y más al hombrecito, para meterle presión. Pienso en las facturas en la bolsa de papel. La bolsa de papel debe estar en este momento impregnándose de grasa, las facturas secándose, no serán ya las mismas de las bandejas exhibidoras, pero no podré pedirle al viejo que me las cambie por otras nuevas porque al fin y al cabo la culpa de todo fue mía. Y no podré pedir que las cambie, sobre todo, por la vieja, que, aposentada en la caja, con una sola mirada, disuadirá al viejo panadero de cualquier gesto de buena voluntad que quiera tener conmigo.

Miro la espalda escueta del hombrecito, los brazos sacudiéndose mientras los dedos golpean el teclado, la mano que de vez en cuando revela el papel con las claves o se extiende para recoger el comprobante. Cuando se da vuelta para salir me lanza una mirada hostil y, al pasar, roza mi hombro con el suyo.


Me quedo unos instantes apretando los puños y mordiéndome los labios dentro de la exigua cabina del cajero automático. El hombrecito podría haberme pedido disculpas por la demora. Podría no haber dicho nada, agachado la cabeza y punto. Pero eligió mirarme con abierta hostilidad, empujarme con el hombro.

Siento la cara prendida fuego y los pensamientos retroceden, un estado de pura emoción que me atrapa a veces.


No saco plata del cajero. Empiezo a seguir al hombrecito por la calle. Él ni se da cuenta. Su mente especuladora va absorta en sus asuntos, desconectado de la realidad. Un subproducto de la sociedad blanda en la que vivimos: alguien como él, tan pequeño, no hubiera sobrevivido ni dos minutos en un mundo regido por el orden natural y menos así como va ahora por la calle, ignorante de posibles depredadores.

Agarra calle 48 y camina hacia 19, alejándose del centro hacia la zona residencial. Al principio lo sigo a una distancia prudente, y luego me le voy acercando. Estoy a menos de diez metros.


Hago corriendo el último tramo que nos separa. Es tan pequeño que cuando lo empujo no opone resistencia, es como empujar a un niño. Cae y no consigue amortiguar la caída con la mano y su cabeza golpea contra la vereda. Lo agarro a las patadas. Le sangra la frente. Me concentro en el estómago, quitándole el aire para que deje de gritar. Sus quejidos son como los de esos bebés de juguete que lloriquean cuando se los sacude. Al golpearlo le digo: tomá hijo de puta, mirá cuánto tiempo te ahorraste al final por ir temprano al cajero un domingo. Lo escupo.


Un movimiento me distrae. Una señora me está mirando con los ojos exorbitados detrás de la ventana enrejada de una casa. Cuando la miro corre las cortinas y desaparece de mi vista. Seguro se fue a llamar a la policía.


El hombrecito pide que, por favor, no le pegue más. Le doy una última patada en el estómago y lo dejo tirado ahí, lloriqueando.


No vuelvo a la panadería, voy directo a mi departamento, sin plata ni facturas. Preparo café. Tengo hambre, pero no hay nada para desayunar. Nada de nada, la heladera vacía. Ni galletitas ni pan viejo ni yogur ni siquiera huevos para intentar esos desayunos que hacen los yanquis. Vestido como estoy me meto en la cama a mirar películas.

Me siento a resguardo rodeado de esa capa de aire enrarecido que se forma bajo las frazadas. Miro tres películas al hilo: “Buscando a Nemo”, un documental sobre la vida de Bruce Lee y la típica película de presos que se fugan de la cárcel. Dejo la última por la mitad. El estómago me ruge de hambre, pero tengo miedo de que la policía esté recorriendo el barrio buscando al hombre que asaltó al hombrecito.


Para entretenerme limpio con saña los vidrios de las ventanas y el espejo del living. Uso papel de diario embebido en vinagre, que es mucho más efectivo que un producto limpiavidrios. Hace mucho tiempo que no limpio y el papel de diario queda manchado con una película de grasa. Cuando no aguanto más el hambre, me cambio de ropa, bajo hasta la cochera del edificio y saco el auto.


Trabajo como técnico en un laboratorio de análisis clínico. En términos generales, me gusta mi trabajo.


Mis compañeros y mis jefes me aprecian porque soy meticuloso. Rotulo todo, con letra legible. Lucas, uno de mis colegas, me gasta diciendo que tengo letra de mujer. Nadie equilibra los tubos de la centrífuga como yo. Es importante equilibrarlos porque si queda desbalanceada, cuando gira a mucha velocidad, puede oscilar y caerse y causar un accidente. Cuando yo cargo la centrífuga, el aparato gira haciendo un zumbido bajo, casi imperceptible, y cuando se frena lo hace de a poco, como un efecto de fundido en el final de una canción.


En mi casa soy todo lo contrario que en el laboratorio, muy desordenado. Cuando alguien del trabajo viene de visita, suele asombrarse y señalar que parezco dos personas distintas en casa y en el laboratorio. Esa es una de las razones por las que no invito mucha gente: es mucho trabajo en la casa nada más para que no hagan esos comentarios desagradables. No me gusta la idea de esforzarme para dar una imagen. La casa de una persona debería estar siempre igual, vengan o no visitas. Eso es honestidad.


Otra cosa que me gusta del laboratorio son los análisis de orina. Comienzan con una simple inspección visual en la que, a trasluz, se aprecia si la orina es trasparente u opaca, si tiene sedimentos o restos de moco. Esta instancia es una de las pocas en las que hacemos una valoración subjetiva, describiendo el color de lo que vemos: amarillo pálido o intenso, ámbar, rojizo, marrón, pardo. Cada color dice algo del paciente. Después se mira al microscopio para ver si hay células o bacterias. Por último, se dejan caer gotas de orina sobre tiras de papel con reactivos químicos que cambian de color al contacto con el líquido y nos dicen los valores de glucosa y pH. Esta última es la parte del análisis de orina más rutinaria y menos interesante. Cuando puedo, dejo que alguno de los otros técnicos la haga. Tampoco me gusta tanto el momento en que se abre el frasco o el tubo con orina, porque a pesar del barbijo siempre alcanzo a sentir el vaho a amoníaco concentrado. Tengo una sensibilidad particular para los olores.


El doctor Kozoski, uno de mis jefes, suele decir que es una pena que yo no haya estudiado, porque sería un bioquímico excelente. Yo aprecio sus comentarios, pero creo que ser bioquímico no es gran cosa: a fin de cuentas, es el médico el que mira los resultados y decide qué tiene el paciente. Nunca le dije a nadie del laboratorio que en realidad empecé la carrera, pero tuve que dejar en el segundo semestre por culpa de un incidente.


Manejo hasta City Bell, una localidad de ricos a unos siete kilómetros de La Plata, que en los últimos años se ha transformado en un polo gastronómico. Prefiero ir lejos de casa por si la policía está patrullando el barrio. Pongo la AM para escuchar algún partido de fútbol. Me gustaría llamar a Pedro o Lucas, que son los compañeros de trabajo con los que mejor me llevo, pero sé que estarán con sus familias y que los domingos no son un buen día para que ellos salgan.


Soy el único de entre mis compañeros de trabajo que no está casado. A mi edad, ser soltero constituye una barrera insalvable para la vida social. La gente hace planes para parejas y familias. Los temas en común se agotan. Hay tipos casados que hasta sienten pudor al hablar de otras mujeres con los amigos, un estúpido sentido de la fidelidad. La soledad no ayuda a conseguir pareja. A veces pienso que si no me caso tendré que esperar a los cuarenta, cuando la gente se empieza a separar, para vivir una vida completa otra vez.


El relator de la radio es aburrido: describe lo que pasa en la cancha sin emoción y sin utilizar metáforas. Me gusta cuando intentan imágenes poéticas, aunque en la mayoría de los casos resulten mal. Intentarlo es importante, es mucho mejor que ir a lo seguro y ser previsible. El camino está despejado, casi todos los autos van en sentido contrario. Cambio a la FM para ver si encuentro alguna emisora de música que me guste. Tango, cumbia, pop. Apago la radio.


Me decido por una hamburguesería gourmet que tiene una carta decente de cerveza. Dicen que sus hamburguesas son gourmet porque les ponen algunos ingredientes no habituales, como queso brie, hongos o tomates secos.


La chica que me toma la orden es una rubia natural. Me saluda con entusiasmo, como si ya nos conociéramos. Tiene una sonrisa permanente y habla un poco como si estuviera cantando: me hace pensar en la manera en que hablan las maestras de jardín de infantes. Me agrada que sea rubia natural. Elijo una hamburguesa clásica y la acompaño con una cerveza roja estilo irlandés de color caramelo y espuma compacta. Cuando la orina tiene espuma es porque el riñón está dañado y deja pasar las proteínas de la sangre, o en algunos casos por una infección urinaria.


La moza no me hace esperar mucho: trae enseguida la cerveza, una panera y una cazuela de cerámica con queso crema y ciboulette. Eso me pone de buen humor porque no me gusta esperar. Sin que se lo pregunte, me dice que se llama Luciana, que tiene veintinueve años, que está cubriendo el turno de una compañera, que normalmente no trabaja en ese horario sino desde las 19 hasta el cierre, jueves, viernes y sábados. Me doy cuenta de que debe haber trabajado ayer a la noche hasta tarde, pero así y todo tiene la cara fresca. Su cantinela, su sonrisa permanente, la información que me da sin que se la pida, todo eso mezclado, un día domingo, me produce calor en el pecho.

Me pregunto de qué color será su orina. La imagino casi incolora, que indica micción frecuente. Sí, le imagino esa orina, pero por causas saludables: es de esas personas que toma agua todo el tiempo para depurar el cuerpo. Los chinos asocian la orina abundante a un buen flujo de la energía sexual.


A veces juego apuestas con Pedro y Lucas para adivinar a quién pertenece una muestra de orina que estamos analizando. Entonces nos turnamos para espiar la recepción del laboratorio y ver quién ganó la apuesta. Uno tiende a pensar que las orinas de aspecto más sano pertenecen a gente joven y bella, pero nos llevamos nuestras buenas sorpresas. De repente, una orina que parece de viejo decrépito acaba perteneciendo a una princesa de piel perfecta.


Cuando llega la hamburguesa (bien caliente, como debe ser), le agrego los aderezos. Evito la mayonesa, las hamburguesas deben comerse con kétchup y mostaza. La mostaza debe ir del lado de la rebanada de tomate, no del lado opuesto. Poner el kétchup del lado del tomate es, en definitiva, poner tomate sobre tomate. Esa redundancia confunde los sabores del tomate fresco y del kétchup y anula todo.


Después de terminar de comer, nada más para estar un rato más en el restaurante le pido a Luciana que me alcance un diario y ordeno, una tras otra, dos pintas más: otra roja y una rubia de color dorado y amargor medio—alto, con rastros de sedimentos. Cada vez que me trae un vaso de cerveza trae también una cazuela con maní. Es difícil encontrar personas que estén en los detalles, como ella. Me entretengo con el diario y mirando de a ratos el partido de fútbol en una pantalla gigante, que desgraciadamente está en mute. Ver partidos de fútbol con el televisor en silencio no tiene gracia.


A eso de las seis de la tarde se termina su turno. Estoy desde hace casi tres horas en el restaurante. Se va a cambiar y vuelve con una larga campera acolchonada de color rosa, y unas zapatillas haciendo juego, que refuerzan su imagen de maestra de jardín de infantes. Viene a mi mesa y se despide; me dice que fue un placer y que puedo volver a verla en su turno normal, algún otro día. Se queda un rato dando vueltas en el restaurante, hablando con los empleados. Se despide de los otros mozos con un abrazo. Me pregunto si siempre será así, si será posible una mujer que esté siempre de buen humor.


Apenas se va pido la cuenta. Pago con tarjeta de débito porque no saqué plata del cajero. De nuevo en el auto, encuentro por suerte una estación de radio con un buen relator de fútbol. Me da alegría. Ya llegando a La Plata me doy cuenta de que no quiero volver a encerrarme en el departamento. O dar vueltas en el auto por la ciudad. Tengo ganas de ver un paisaje rural. Así que tomo la ruta 11 y manejo hasta que a uno y otro lado del camino de asfalto maltrecho hay, nada más, campo.


Después de una curva, a lo lejos a mi izquierda, alcanzo a ver un maizal. Me dan ganas de caminar entre las plantas de maíz. Robar media docena de choclos anaranjados. Estaciono el auto en la banquina, dejo encendida la baliza y cruzo la ruta hasta el margen izquierdo. Hay una zanja con agua estancada y del otro lado, un terreno sin sembrar, solo juncos altos. Más allá de los juncos están las plantas de maíz. Atravieso de un salto la zanja. Los pies se hunden en un terreno anegado. Debajo de los juncos, el terreno no es firme, es una especie de pantano. El agua mezclada con barro se me mete en las zapatillas y atraviesa las medias. Intento seguir avanzando, pero los pies se me hunden más y más y el agua me llega a la pantorrilla. Las plantas con sus mazorcas, mecidas por el viento a unos cincuenta metros más adelante, parecen reírse de mí. Los pies empapados me pesan. El barro que salpica me mancha el buzo. Desisto. Vuelvo al auto. Al entrar ensucio con barro el tapizado del asiento y el piso y los pedales.


El día se había vuelto, otra vez, perfecto, como a la mañana. Iba a volver a casa con media docena de choclos anaranjados para saltear en manteca o colocarlos en una canasta en el centro de la mesa y apreciar su color y sentir esperanza y bienestar, sentir un poco de vida en mi departamento. Ahora no habrá choclos.


Ni me gasto en quitarme las zapatillas cuando entro al edificio. Voy dejando un rastro de pisadas en el palier, en la escalera, en la casa. Me meto vestido bajo la ducha caliente y me saco la ropa dentro de la bañadera. Me paso el cepillito con mucha insistencia en los resquicios entre los dedos de los pies y debajo de las uñas, para quitar bien toda la mugre.


El lunes, cuando les cuento a Pedro y Lucas sobre Luciana me preguntan si estoy seguro de que fue ella, sin que yo dijera o preguntara nada, la que reveló los días y horarios de sus turnos. Al contestarles que sí, admiten que las señales son buenas. Pedro me alienta a volver a visitarla ese mismo viernes. Dice que a las mujeres hoy en día les gustan los hombres directos, despiertos. No sé de dónde saca esa seguridad para hablar de lo que prefieren las mujeres hoy en día, si está casado hace casi diez años y tiene un hijo de seis y una nena de tres. Lucas, en cambio, es más cauto, dice que tal vez sería conveniente dejar pasar un tiempo antes de volver, para no quedar como un pesado que no tiene nada que hacer. Pedro opina que si ella está tan interesada como yo digo, daría lo mismo ir esta semana o la que sigue. Les pido que me acompañen a cenar a la hamburguesería el fin de semana, pero dicen que no pueden, que tienen planes con las familias.


Los días de la semana se me pasan lentos, sobre todo cuando no estoy en el trabajo. Como me da vergüenza ir a comer solo al restaurante otra vez, hago algunas llamadas a viejos conocidos y los invito a salir el viernes o el sábado. No tengo suerte. Dicen que están ocupados y que a lo mejor en otro momento. Prometen que me llamarán más adelante.


El miércoles hago las compras en el Wal-Mart que queda fuera de la ciudad. Compro leche, pan lactal, queso para untar, yogur, naranjas, productos de almacén. Todo lo necesario para compartir un desayuno en la cama. El jueves ordeno y ventilo la casa. Después no me queda mucho para hacer. Las horas que quedan hasta el viernes a la noche se me hacen eternas y no encuentro nada interesante para ver en la televisión.

El viernes vuelvo a cenar, solo, en la hamburguesería. Me parece que a Luciana le sorprende un poco verme. Por lo menos me recuerda. De todos modos, es tan amable como la última vez. Cuando me sirve, me cuenta que tiene una hija de cinco años, que por eso elige los turnos de noche, para disfrutar con ella durante el día. Su campera y sus zapatillas rosa cobran sentido. Le pregunto con quién se queda la hija mientras ella trabaja. Me responde que a veces deja a la hija con el padre, su exmarido, pero que la mayoría de las veces se queda con la abuela.


Después de pedir la cuenta y pagar, sugiero que a lo mejor podríamos ir tomar una cerveza juntos, en otro lugar. Por primera vez me mira seria, parece sopesar la invitación. Repite: a lo mejor.


El restaurante está lleno de gente y me siento incómodo comiendo solo entre tantas parejas o grupos de amigos. Decido esperarla en el auto. Tal vez Pedro tenga razón, a lo mejor las mujeres de hoy sí prefieran a los hombres directos. Sintonizo uno de esos programas de AM para gente sola, en el que, intercalando tandas de música melosa, un único locutor de voz grave recibe llamados de oyentes con insomnio o con trabajos nocturnos: una enfermera, el sereno de un edificio.


Los clientes del restaurante se van de a poco. El estacionamiento se vacía, quedan ya nada más un par de autos de modelos viejos y unas cuantas motos. Sospecho que son los vehículos de los empleados. No me gustan las motos, y me irritan sobre todo las mujeres a las que les gustan los motoqueros. ¿Qué estará haciendo Luciana, si son más de la una de la mañana y no queda gente comiendo? Me pongo celoso al imaginar que uno de los cocineros podría llevar a Luciana a su casa en moto. Todo el mundo sabe que los cocineros que trabajan de noche son mujeriegos empedernidos y cocainómanos.

Termina el programa de radio y ella todavía no aparece. Quedarse en el trabajo después de hora es absurdo: es para gente que no tiene vida fuera del trabajo. Empieza otro programa en el que una locutora new age habla sobre espiritualidad, terapias alternativas y alimentación saludable. La locutora entrevista, por teléfono, a un profesor de yoga que afirma que es posible dialogar con el inconsciente a través de la respuesta muscular. Una estupidez: yo no creo en el inconsciente, me parece que la gente que habla mucho del inconsciente no se hace cargo de sus actos.


Luciana sale a eso de las dos de la mañana y todo se desmorona. En vez de la campera rosa acolchonada, tiene una de cuero, y minifalda. Y está fumando. De repente, su orina deja de ser límpida, casi transparente, y pasa a ser pardo negruzco, que es el peor color de orina que se puede ver, un color que se ve nada más en casos de intoxicación o de hematuria grave. ¿Cómo se entiende que una madre que elige turnos de noche para pasar más tiempo con la hija, en lugar de volver a su hija prefiera salir de ronda, un sábado, a las dos de la mañana? Pasa caminando por delante del auto, pero no me ve. Usa tacos. Me dijo que quizá saldría conmigo. Pero a las dos horas, ya está usando tacos. Me enojan las contradicciones. Me enojan tanto que aprieto el volante con mucha fuerza hasta que me duelen los dedos.


Enciendo el motor, pongo primera, decido seguirla. No es lo mismo, destrozar a un hombre que destrozar a una mujer. No es que la mujer sea más frágil. Es, sobre todo, la belleza. La belleza es como un campo de fuerza que rodea a las mujeres, un halo que tiene algo de sagrado. Por eso, lo que primero te sucede en el momento en que le das una patada en la boca a una mujer es un terror sagrado. Después nada. La belleza se va enseguida, tan pronto como se rompen los dientes y la saliva se mezcla con la sangre, las lágrimas, los mocos. El terror sagrado no tiene ninguna consecuencia. Es sólo un elemento disuasorio entretejido en nuestra psiquis o en nuestros genes.


Uno está de pie y siente que ha superado todos los límites, se siente un vencedor. Un invencible. Ella está tirada, afeada, temblando de miedo como un animalito asustado. En el fondo de sus ojos, después del miedo, hay un odio que persiste. Ella no te lo va a perdonar. La especie no te lo va a perdonar. Te van a dar caza hasta tener su venganza. Esa es otra diferencia entre romper a un hombre y romper a una mujer. Por eso al hombre se le puede perdonar la vida y con la mujer en cambio hay que seguir hasta el final. Hasta después del final.


Me pregunto cómo se verá el maizal de noche, qué tono adquirirán las mazorcas anaranjadas bajo la luz de la luna. Manejo por la ruta 11 hacia el sudeste. La ruta está mal iluminada, el límite de los carriles despintado en algunos tramos. Ya fuera de la ciudad pierdo la señal de radio: en su lugar queda nada más el ruido de algo que crepita y, cada tanto, un pitido agudo. Paso la curva. Detengo el auto. Esta vez llegaré al maizal sin importar el pantano. Cosecharé mis seis mazorcas anaranjadas de bienestar y esperanza. Las pondré en una canasta en el medio de la mesa del comedor.


De la guantera del auto saco una linterna. Cruzo de un salto la zanja. El agua se me mete en las zapatillas, atraviesa las medias. Allá adelante la brisa mece las plantas de maíz. Ilumino por donde voy. A la luz de la linterna, el agua llena de barro se ve café con reflejos rojizos, como ocurre en la hematuria franca: orina sanguinolenta a simple vista, sin necesidad de examen al microscopio. Puede ocurrir por enfermedad renal, o por coagulopatía, o simplemente, porque la orina se mezcló con sangre.


Sobre Alan

Alan Talevi nació en Buenos Aires en 1980. Obtuvo el primer y tercer premios del Concurso Itaú de Cuento Digital (2016, 2017), el primer premio del Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura (UNA) (2017) y el 2do Premio del Concurso Luis José de Tejeda (2019). Publicó en diversas revistas y portales literarios (Evaristo Cultura, Letralia, Atletas, Cara de Perro, entre otros) y en las antologías "La Plata, Ciudad inventada" (Primer párrafo, 2011) y "Los bordes de la biología" (Evaristo, 2018). En 2019 Malisia Editorial editó "Pero ninguna palabra sobrevive" (cuentos) y Cuentos María Susana publicó "Trol". En 2020 la Editorial del Municipio de Córdoba editará su libro de cuentos "Anomalía". Fue incluido en la antología Audiocuento y es uno de los fundadores y editores de la editorial Salta el Pez. Estudia la Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA

Foto: cortesía de Alan

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