Tengo sueño. No. Hambre tengo. Hambre y sueño. Las dos cosas. Que no se puede hacer nada, me dice. Que hay que aguantarse, que las cosas se dieron así y que no hay tutía. Siempre se la agarra con la tía Mecha. Sé que él la odia, aunque no me lo diga. Se la pasa haciendo comentarios de ese estilo. Se cree que no entiendo cuando habla en código con la abuela Rita, pero yo me doy cuenta de todo. El otro día, por ejemplo, lo escuché decirle «tiene la mecha muy corta» justo, justo cuando yo entraba a la cocina. En seguida se hizo el distraído y cambió de tema.
Foto: Archivo Google
Hace como dos horas que estamos esperando. Él me dice que apenas pasaron veinte minutos. No le creo, no puede ser. Insiste en los veinte minutos, veinticinco dice ahora. Que no sea cabezadura, que él es el que tiene el reloj y que los relojes no mienten. Eso es cierto.
El viernes, la tía Mecha y mamá se fueron de viaje. Creo que no lo habían planeado. Mecha la llamó a la noche. Hablaron poco, pero alcanzó para que mamá se pusiera muy nerviosa. Guardó algo de ropa en mi bolso verde y se encerró con papá en la pieza. Discutieron. Podía escuchar el murmullo. Trataban de hablar bajito, pero estaban enojados y las palabras les salían gruesas, amontonadas, como gritos adentro de un tupper. Al rato, mamá salió con los ojos hinchados, todavía tenía mi bolso en la mano, agarró las llaves del auto y se fue a buscar a la tía. Papá se quedó conmigo. Estaba un poco triste y otro poco nervioso. Pedimos pizza y comimos mirando la tele. Papá quería ver un programa aburridísimo de un montón de viejos hablando de política. Insistí un poco y ganaron los dibujitos. Como a mitad de la presentación de los Halcones Galácticos, sonó el teléfono. Papá atendió. «Sí, soy yo. Sí. Sí. Bueno». A cada palabra, la voz se le hacía más chiquita. Al final, sólo pudo asentir con la cabeza. Estuvo un rato sentado con el auricular del teléfono todavía en la oreja.
- Pa, ¿estás bien? - Vestite. - ¿Qué pasó? - Nada. Vestite.
Ahora, además de hambre y sueño, tengo miedo. Papá se queda dormido. Cada tanto pega un salto y se hace el que está alerta. Que no me asuste, que ya va a pasar. No es verdad, a nosotros todo se nos queda pegado. Es como la cinta de embalar que se te pega más a los dedos que a la caja de la mudanza. Quiero que sea de día y que papá esté despierto, por las dudas.
Salimos a las apuradas, en medio de la noche. Como mamá se había llevado el auto, tuvimos que tomar un taxi. Cuando llegamos, papá preguntó por Mercedes y Amalia Racchio. Alguien nos llevó hasta la habitación de la tía Mecha. No me dejaron pasar. De mamá todavía no me decían nada. Llegó la abuela Rita y me fui con ella al bar de la esquina. Se hizo demasiado tarde y se tuvo que ir, así que me trajo de nuevo con papá. Le ofreció un sanguchito, pero no quiso comer nada. Me miró, me dio un beso y un abrazo y me dijo que íbamos a estar bien. Seguían sin decirme nada, pero yo ya sabía.
Ahora sí que deben haber pasado dos horas desde que estamos acá. O quizás más. Ya casi amanece. Papá ronca con la cabeza colgando a un costado. Está flaco y la piel se le ve gris. Tiene la camisa torcida. El primer botón lo abrochó un ojal más abajo y así siguió con los demás. Se puso las medias viejas, las que tienen agujeritos. Mamá siempre se las esconde. Se las escondía. Se ve que las encontró. Parece un muñeco de trapo. O un nene viejo.
Creo que yo también odio a la tía Mecha.
Sobre Eliana
Eliana Yunez trabaja como docente de Lengua y Literatura en nivel medio, estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes y asiste al taller de Santiago Craig. El resto del tiempo lee y escribe, escribe y lee.
> Si querés contactarte con Eliana escribile a eliyunez@gmail.com
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