Conversamos con Silvia Katz, una artista salteña que desde hace décadas coordina el “Taller azul”, un espacio multidisciplinario abierto a las infancias donde las palabras se mezclan con el juego. “Los chicos también pueden ser creadores, autores, no sólo receptores”, dice y asegura que “tienen una predisposición natural al lenguaje poético”.
Foto: Cortesía Silvia Katz
Marina Cavalletti (MC): Hace casi 35 años, creaste el taller azul ¿Qué te motivó a gestar este espacio, qué cosas se mantienen y cuáles han cambiado desde aquel origen hasta hoy?
Silvia Katz (SK): El taller nació en 1987 apenas terminé mi carrera en Bellas Artes, en Salta. Yo ya venía trabajando con chicos desde mi adolescencia y sentía que me vinculaba especialmente con ellos y, si bien unos años después abrí el taller de arte a un grupo de adultos, la experiencia no me motivaba tanto como la propuesta de un espacio para crear jugando. En estos años, casi ininterrumpidos (por estar viviendo afuera, un año en Finlandia y otro en Francia con una beca en Artes Visuales), creo que siempre se ha mantenido el espíritu que reina en el taller. Hemos cambiado de espacio, pero las puertas azules quedan, esa puerta que invita a jugar, a entrar a un mundo de creación y libertad del que los chicos se apropian fácilmente. Lo hacen suyo desde los primeros encuentros, eso es muy gratificante.
Hace unos años, tocó el timbre un chico de unos 20 años, ex alumno a quien no veía desde que tenía 9 o 10. Mi miró fijo a los ojos -la misma mirada tierna- y me pidió entrar para reencontrarse con un lugar “donde fue feliz”, según sus palabras. Eso es lo que pretendo con mi trabajo, ofrecer un espacio para que los chicos disfruten del placer de crear, aprender, donde jueguen, se relacionen y sean felices.
MC: En ese lugar “de felicidad” conjugás lo lúdico y lo creativo, el lenguaje visual y el escrito ¿Observás alguna potencia pedagógica en esa polifonía, en ese "rejunte" de universos?
SK: Acá trabajamos con el lenguaje visual, con la oralidad y con la escritura. Y -muchas veces- cantamos y, también, inventamos canciones. Lo multidisciplinario enriquece, totalmente. Muchas de las cosas que propongo nacen de la improvisación y del juego, algo de lo que los chicos saben mucho. Estamos, por ejemplo, dibujando a nuestro gato Michigan -que es el modelo favorito del taller- y, de pronto, me vienen a la memoria unas estrofas de un poema de Elsa Bornemann que dice: “Si fuera un gato,/ por tu tejado/ me alunaría,/ enamorado”… Entonces aparece el ukelele y en un rato estamos cantando una melodía improvisada y agregando estrofas nuevas inventadas en el momento, oralmente. Al rato, los más grandes ya están escribiendo las suyas. Y, si tienen ganas, las ilustran también. Me fascina esta dinámica, como vos decis, es muy potente. A veces el hecho de pensar un título a un dibujo, de elegirlo entre varias opciones escritas, está conectando la imagen y el texto. También fui aprendiendo que no siempre los poemas y los cuentos tienen que terminar siendo ilustrados, son un fin en sí mismos. Hay un goce estético al oír, al leer, al descubrir la musicalidad, las palabras en danza, las “palabras que se quieren entre sí”, como dijo una alumna.
Foto: Cortesía Silvia Katz
MC: Desde el 95, cada año, editan libros y ya llevan más de veinte ¿Cómo se traslada la experiencia de cierta espontaneidad del taller a un formato más o menos fijo como el libro?
SK: Esa es mi tarea, la más difícil, pero que me apasiona. El desafío de cada año. Es una especie de rompecabezas gigante donde hay que estar muy atento para no olvidarse de nada. Por eso voy, a lo largo del año y una vez que el proyecto echó a andar, registrando todo: con grabaciones, filmaciones, textos escritos, dibujos, fotografías y demás: un trabajo casi de coleccionista.
El primer libro, fue hecho de fotocopias y con una máquina de escribir eléctrica que me prestaron, lo cosí a mano y claro, tenía su mística, pero toda ha cambiado para facilitarnos la tarea. Ahora disponemos de computadoras, programas especiales de diseño y ese trabajo enorme con cientos de imágenes y palabras entra en un pendrive que llevás a la imprenta en un PDF listo para imprimir.
Cuando hicimos los diccionarios tenía casi 6000 definiciones dadas por los chicos anotadas en un cuaderno, pero que me había tomado el trabajo de ir volcando en unas planillas de Excel. De ahí hubo una tarea de selección (quedó una cuarta parte) de lo que consideré más representativo de cada alumno y más original de la palabra definida, que no hubiese ideas repetidas, pero a su vez había que coordinar con el formato del libro, la cantidad de hojas… Un laburo de ingeniería, que no se ve al final. Por supuesto que siempre es una sorpresa para los chicos cuando tienen al final el libro en sus manos.
Los chicos no dejan de sorprenderme. Son sabios, tienen mucho para decir y sus voces son tan válidas e interesantes como las de los adultos. Los chicos también pueden ser creadores, autores, no sólo receptores. Solo que sus creaciones son están legitimadas culturalmente como las voces de los adultos, pero ellos tienen mucho para decir, desde sus infancias, hay que darles la oportunidad, la libertad y la escucha con respeto.
MC: El taller funciona en Salta, donde la copla juega de local ¿Cómo se vinculan los participantes del con esa forma ancestral?
SK: Si bien la copla, esta sabiduría ancestral, está en el ADN de los habitantes del norte, lamentablemente se va diluyendo en la posmodernidad y los chicos tienen poco o nulo contacto con ella. En las escuelas, por lo general, tampoco se les da cabida… Quizás algunos han echado mano de algunas recopilaciones publicadas especialmente para chicos, pero no es la norma.
En las atiborradas paredes del taller tengo pegadas algunas, que voy cambiando, pero en 2014 hicimos un proyecto que se concretó en el libro Rima que arrima. Ahí, especialmente, la copla tuvo su reinado. La propuesta fue una especie de “búsqueda del tesoro” donde, al llegar a clases, los chicos tenían que encontrar papelitos escondidos en todo el patio, con coplas populares. A propósito repetí varias, para que todo fuera como un juego donde se intercambiaban las figuritas repetidas. Ese año llevé mi caja al taller y mi hijo adolescente se disfrazaba de viejo coplero y de vez en cuando aparecía diciendo coplas. No solo las escribimos (están en el libro), sino que invitamos a una mamá a que les enseñara a tocar la caja, también fue parte de la propuesta el músico José Cafrune (hermano de Jorge), a la sazón abuelo de tres alumnos, quien les habló de la copla, les cantó y escuchó las que habían escrito los chicos. Y, también, la cantante y antropóloga Silvia Barrios estuvo cantando y bailando con ellos unas coplas de carnaval. Después vinieron los susurradores, otra experiencia inolvidable que repetimos hace unos meses, cuando después de bastante tiempo de clases online volvimos a juntarnos en el patio. Ese mes lo dedicamos a la poesía y las coplas.
Foto: Cortesía Silvia Katz
MC: ¿Por qué las infancias deberían acercarse a la poesía en el siglo XXI?
SK: La poesía no goza de muy buena prensa entre los chicos en general, está tan alejada de sus vidas… La mayoría de los chicos que entran al taller vienen con una idea estereotipada de algo demasiado ajeno, como “un versito de amor” o “palabras aburridas que escribe un señor con barba que sufre”, “palabras difíciles”. En la mayoría de los casos en las escuelas no se enseña a gozar de la poesía, sino que se la pone en una fría mesa de autopsia donde se la analiza por la cantidad de versos, estrofas, sin tiene rima consonante o asonante, qué recursos utiliza el autor. No digo que esté mal aprender a reconocer todo eso, pero ahí queda todo, en una pobreza de intenciones. No se produce la comunicación, no hay emoción ni goce estético.
Los niños tienen una predisposición natural al lenguaje poético, que van perdiendo a medida que van creciendo. Los arrullos, las canciones infantiles de la cuna los van envolviendo en melodías, en ritmos y en juegos de palabras que aún no entienden pero que será una luz que se encienda en sus vidas cuando descubren que esa persona que los abraza se corresponde con la palabra “mamá”, cuando a esa pelota que cuelga del cielo se le nombra “sol”.
Los pajaritos en la cabeza, esa especie de slogan con el que se presenta el taller azul, alude a eso tan inherente a las infancias: la capacidad de imaginar, de asombro, a la espontaneidad, a la libertad, a la autenticidad, a la capacidad de juego y de maravilla que tienen todos los niños y que al crecer, la educación formal y el mismo sistema se encarga de ir ocultando, o borrando. Picasso decía: “Pintar como los pintores del renacimiento me llevó unos pocos años, pintar como los niños me llevó una vida”.
Sobre Silvia
Silvia Katz nació y estudió Bellas Artes en Salta, y se perfeccionó en Buenos Aires, Finlandia y Francia. Realizó numerosas exposiciones de sus obras en el país y en el exterior. En 1987, creó el Taller Azul, “espacio de arte para chicos y chicas con pajaritos en la cabeza”. En 1995, editó el primer libro con cuentos y dibujos, “De unicornios y pegasos”, inaugurando el sello editorial Laralazul, con la idea de publicar anualmente las creaciones de los chicos y las chicas. Los libros del taller se han presentado en diversas ferias, de Buenos Aires a Ushuaia. Contacto: silviakatz@gmail.com
Foto: Oliverio Xarau
Sobre Marina
Marina Cavalletti Es Magíster en Escritura Creativa por la UNTREF, profesora de Letras y Técnica Profesional en Música. También es cantante, poeta y periodista, docente universitaria y gestora cultural. En 2016, ideó el ciclo itinerante Brote Poético. Entre 2016 y 2018, dirigió la colección de poesía Raúl González Tuñón del Grupo Editorial Sur. Publicó poemas en sellos de Neuquén, Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires. En 2020 editó su primer libro “Random” en formato de ebook + playlist , por Halley Ediciones. En 2021 publicará “Hospital Pediátrico”, ganador del Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares en la categoría poesía. Dicta talleres de canto, escritura y clínica de obra.
> Entrevista realizada por Marina Cavalletti. Si querés contactarte con ella escribile a cantoluegoexisto@gmail.com
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