“El Chaparral” es una casa quinta que yo mismo he visto alguna vez al pasar por una de las rutas que unen, allá en el norte de la provincia, un pueblo con otro.
Foto: Archivo Google
No recuerdo si antes de llegar a Las Garzas o a Lanteri. Es el único edificio en cinco o diez kilómetros y, cuando lo vi, estaba rodeado de plantaciones de maíz y girasol. El campo me había dejado una sensación de vacío; todo lo que habíamos cruzado hasta ese momento era un hombre de apariencia extraña, poco antes, que corría en dirección contraria, pero por la velocidad con la que iba el auto no alcancé a distinguir. Más adelante vimos las ruinas de una casa quemada y un santuario al Gauchito Gil, pero la imagen de la que me quedé prendido fue la de la quinta ilustrada por el sol de la mañana, con un cartel clavado a un árbol: “El Chaparral”. Sé que era viernes; había acompañado a un amigo, cuyo padre es dueño de una distribuidora de bebidas, a llevar un pedido que faltaba al boliche de Las Garzas y que era necesario para el fin de semana. Un Toyota Corolla azul y otro blanco entraban por el portón de la quinta cuando pasamos. Mi amigo insultó al conductor del auto blanco, quien había frenado de improviso, aparentemente sin notar que veníamos detrás. Recuerdo ver a la mujer que manejaba no realizar ningún gesto ante los bocinazos y los insultos, como ajena a lo que pasaba a su alrededor.
Como tantas otras imágenes (una cuchara en una taza de té, un policía levantando un borracho), “El Chaparral” había desaparecido de mi memoria hasta hace unos días, cuando un viejo me lo mencionó. Yo había ido con un amigo, después de la cena y el postre, a un pool cerca de mi departamento y, por tanto, de la Terminal de Santa Fe. Íbamos con el plan de tomar una sola cerveza, para sacarnos la sed que nos había dejado el aperitivo y conversar mientras jugábamos. Fuimos con la caja de las bolas hasta una mesa del fondo y, en menos de una hora, terminamos el porrón. Como recién habíamos arrancado la revancha, compramos otra botella. El final de esa coincidió con el de la partida, así que juntamos las bolas y las llevamos de vuelta a la barra. Mi amigo me dijo que lo esperara ahí, que quería ir al baño. No tenía ganas de quedarme parado, así que me senté en uno de los bancos junto a la caja registradora. Esperé cuatro o cinco minutos, molestamente largos. Pedí una gaseosa chica y la abrí. El hombre a mi izquierda, un tipo arrugado y con sombrero, apoyado en la barra, me miró y dijo que era mejor tomar un porrón. Sonreí. Suelo interactuar con esas personas porque añaden una pequeña cuota de rareza a la cotidianeidad. Le dije que quería algo dulce, que ya nos habíamos tomado dos botellas.
-Vos también sos del norte –sentenció.
A la consulta sobre las premisas de esa conclusión, argumentó la diferencia que tenemos los del norte y los del sur de la provincia en pronunciar las “yes”. La forma en que pronuncié “botella”, haciendo vibrar las cuerdas vocales, llamó su atención. Agregó que un amigo suyo se lo había explicado hace mucho tiempo, antes de perderse en “El Chaparral”. No puedo decir por qué ese nombre en la boca del viejo me devolvió con tanta viveza la figura de la casa, pero así fue. Le pregunté dónde quedaba eso y me señaló que al norte de Reconquista, yendo hacia Las Garzas. Era la misma que yo había visto. Me dijo que su amigo era parecido a mí, que se llamaba Gabriel. Mi atención aumentó sin que me diera cuenta, probablemente por el efecto de las sustancias que tenía en la sangre. Vi a mi amigo salir del baño y cruzarse con unos conocidos, charlar con ellos. Lo sentí cerca de mí cuando ya el viejo había mencionado otros nombres y le dije que esperara, que quería escuchar. En ciertos momentos, soy aún más sensible a la literatura.
El viejo me contó que también era de Reconquista, pero ya hace mucho tiempo no recordaba sus calles ni su gente. Dice percibir, de forma difuminada, unos árboles rosados y un puente sobre un arroyo. Lo más vívido en él, además de sus padres y dos perras salchichas de nombres sí olvidados, era el grupo con el que había ido a “El Chaparral”. Una mirada que me pareció joven examinó mi cara y puedo asegurar que sus ojos veían alguien a quien conocía pero parecía no recordar o confundir. Habló en tercera persona, mi amigo se sumó a la partida de pool de sus conocidos y yo escuché con drogada admiración la historia del grupo.
Lo primero que supe fue que las reuniones solían durar días enteros. Por días enteros (me explicó el viejo) se refería al tiempo que, cada veinticuatro horas, estaban sus integrantes despiertos y, en esos tiempos de verano, rara vez esas horas coincidían con las de la mañana. Martín abrió su casa a las tres de la tarde, y uno a uno los demás comenzaron a llegar. Fernando, quien era el que vivía más cerca hasta el día en que quedaron encerrados en el círculo, fue el primero. Mientras preparaban el tereré, Gabriel golpeó las manos; Martín y Fernando le abrieron y se sumaron a su cigarrillo recién prendido. Había que fumar con cuidado, no sea que pasase justo en ese momento el padre de Gabriel. Los chistes que se hicieron carecían de complejidad pero llevaban el simbolismo del grupo íntimo. Antes de que tirasen la colilla hacia la calle, para no ensuciar la vereda, llegaron, casi al mismo tiempo, Claudio y Gonzalo, el más joven de los cinco.
Era miércoles. Estaban en el living-comedor, desparramados sobre el sofá mientras miraban la televisión, cuando Martín les dio la noticia de que su abuela iba a prestarles la casa quinta para pasar el fin de semana. Había que dividir los gastos, comprar los víveres, acomodar los elementos necesarios. Martín se sentó en la mesa y sacó una lista que uno por uno se asomaron a espiar sonriendo. Iban a pasar un fin de semana lejos de la ciudad y de toda ley familiar o judicial. Iba a haber pileta, alcohol, un verde demasiado grande para recorrerlo. Esa misma tarde, visitaron el supermercado y trajeron las cosas de la lista (masitas, fideos, vino, etcétera), además de un whiskey barato con lo que había sobrado en una cuenta mal hecha.
Fue difícil atravesar ese día y el siguiente con tanta ansiedad, tantos nervios. El viernes y su mañana llegaron después de una noche de jueves de cigarrillos escondidos y menciones a amores y desamores juveniles. El equipaje y los muchachos se dividieron en dos autos: uno lo manejaba la madre de Claudio; el otro, la madre de Martín. El viaje, musicalizado con cumbia o rock, dependiendo del auto, tuvo solamente una parada: había que buscar las llaves de la casa en Las Garzas. La abuela de Martín se las entregó y les dijo que el abuelo estaba esperándolos.
Al llegar, lo vieron parado junto a la entrada, con los dos sapos que mantenían el interior limpio de insectos: Charly y Berenjena. El viejo se acomodó el sombrero, tomó un trago de su vaso y me aclaró que uno de los sapos era más grande y menos verde que el otro, pero que los dos eran igual de feos. El abuelo les informó a los chicos sobre el debido uso del agua caliente y la electricidad. Señaló que había carbón y leña, sacacorchos y cubiertos. Media hora después, cerca del mediodía, los muchachos estaban solos en “El Chaparral”. Dejaron las cosas sobre la mesa y el piso, llenos de gloria. Fumaron los cinco, uno al lado del otro, mirando al horizonte, degustándose en cómo el sol que les llegaba desde atrás acuchillaba las palmeras y alcanzaba, apenas, a mostrar un pueblo a lo lejos. Después recorrieron la casa: dos piezas, un baño entre ellas, otro en el patio y una cocina-comedor que también era quincho. Otra pequeña edificación, afuera y contra el alambrado, servía de depósito y su puerta no pudo abrirse. La pileta coronaba el centro del patio delantero, junto a un palo borracho, y en el patio trasero había limoneros y una carreta abandonada. Intentaron, para pasar el tiempo, jugar un partido de fútbol dos contra tres, pero fue más fuerte la tentación de tomar el vino, de perderse antes que el sol. Compartieron un cigarrillo y se sentaron en el pasto. Martín tomó un huevo de víbora o paloma de un hueco en la pared y comunicó que iba a esconderlo; quien lo encontrara, ganaba un vino para él solo.
Para cuando Martín volvió de esconder el huevo, los demás habían preparado otra jarra de vino y charlaban como si fueran ancianos sobre las cosas que habían vivido juntos. Fernando estaba tirado en el piso, Claudio se quejaba de que el pasto le había hecho picar el cuerpo. Una jarra llena voló en un momento por un pelotazo; Gonzalo trepó al palo borracho para saltar a la pileta desde ahí, mientras Gabriel decía que se podía lastimar y los otros lo alentaban a hacerlo. Hizo una voltereta antes de caer al agua, sano y salvo. Al salir, vomitó. Los otros cuatro se rieron y entraron todos al quincho sin saber por qué.
Ya de noche, mientras cocinaban hamburguesas en la parrilla, Gonzalo acusó a los demás de haberle robado los cigarrillos que había dejado sobre la mesa del patio. Los otros cuatro se declararon inocentes y lo ayudaron a buscar. Eran de una marca azul y blanca, pero el viejo, aunque frenó su relato para hacer memoria, no pudo recordar el nombre ni el logo. Prendieron luces y removieron en el pasto, cerca de la pileta. Fueron al patio de atrás; alguno debió pasar junto al huevo. La búsqueda se canceló para servir la cena. Al parecer, la tarde los había llenado de hambre, porque nadie dijo ninguna palabra por un largo tiempo. La atmósfera del quincho pareció licuarse y daba la sensación de que era difícil respirar, pero era una impresión falsa, porque respirar era tan sencillo como inhalar y exhalar, solo que el aire parecía tener un ritmo más lento, una velocidad más espesa. Después de comer y ensuciar las caras y la mesa, cada uno se recostó en su silla y sacó un cigarrillo. Gonzalo se levantó y reemprendió su búsqueda. No fue tan larga esta vez; al salir al patio, vio los cigarrillos sobre la mesa.
El vino tinto sacude la mente y seduce o adormila. Esa noche, adormiló. Antes de las doce, después de un día tan alegre y agitado, los cinco estaban dormidos.
«El círculo empezó al otro día», aseguró el viejo, después de una pequeña pausa. Yo saqué un cigarrillo; el pool deja fumar adentro. Me contó que durmieron tres en una pieza y dos en la otra. Martín se despertó por el griterío y los golpes amistosos de Gonzalo y Gabriel que lo sacudían. Detrás entró Claudio, sin remera, sonriente y con termo y mate entre las manos. Martín miró hacia la izquierda y vio que la cama de Fernando estaba vacía. Preguntó por él. Le contestaron que la idea era despertarlo también, que no lo habían visto en el comedor ni en el baño y lo suponían dormido. Martín se vistió y prendió un cigarrillo. Salieron al patio y buscaron a Fernando. Lo encontraron fácilmente, en un rincón del alambrado, de perfil a ellos, con un cigarrillo a punto de apagarse entre los dedos. Estaba parado todo lo alto que era, pero agachaba un poco la cabeza. Los saludó después de darle una pitada al cigarrillo ya apagado y los demás rieron. Fernando, callado, movió la cabeza hacia un lado y señaló el punto que estaba mirando. Había un reloj enterrado en la tierra. Parecía de pulsera, pero solo podía verse el círculo con las agujas que marcan la hora, de fondo blanco y números romanos. Tuvieron miedo.
Al rato, después de otro fútbol frustrado y varios cigarrillos, la percepción del hecho mutó. En lugar de parecerles tenebroso o sobrenatural, les pareció interesante e incluso gracioso, lo que era tan equivocadamente acertado como lo primero. Prepararon el almuerzo mientras ensalzaban lo ocurrido como si hubiese sido una aventura: alguien había dejado un reloj en la tierra, quién sabe hace cuántos años, y ellos, ellos cinco, juntos, lo habían encontrado. El viejo argumentó que aquello fue un juego, un resabio de los juegos de la infancia. Pero en ese momento ninguno pensó en eso. Ellos ya no eran niños, eran jóvenes; estaban en la plenitud de la vida, en el momento que deja recuerdos para ser atesorados en la vejez, y ese era uno, el reloj enterrado en la quinta era una gran historia que volvería a mencionarse una y otra vez, como si fuera algo magnífico, glorioso. Después de comer, compartieron dos o tres cigarrillos y volvieron al vino.
Escuchaban música y pasaban el tiempo en la pileta, a pesar de que no hacía tanto calor. Probaron jugar de vuelta al fútbol y en algún momento, entre gol y gol, Fernando recordó el huevo y abandonó su posición de arquero en el equipo de tres para buscarlo. Enseguida lo siguieron todos excepto Martín, que era quien lo había escondido y por tanto quedaba fuera de la competencia, así que se sentó en un árbol talado del patio trasero y los vio dispersarse, caminar en círculos. Cada tanto uno frenaba y ponía actitud de pensador. Gabriel ensayó en voz alta algunas teorías deductivas que no dieron resultado. Martín, por divertirse, comenzó a acompañar en su búsqueda a Claudio. Los dos mientras tanto fumaban y a Claudio se le ocurrió que el huevo nunca había sido escondido, que seguía en el bolsillo de su amigo. Martín lo negó y le dijo que siguiera buscando, que le tenía fe a él. Le dio la espalda e inició el camino opuesto alrededor de la casa. Tres o cuatro pasos después, vio a Claudio acercarse de nuevo hacia él, de frente. Confundido, lo siguió, pero al doblar en la siguiente esquina dejó de verlo. Supuso que había entrado. Arrugó los labios y fumó. Se sentó otra vez y vio a Fernando en un rincón del alambrado, con algo entre los dedos, mirando el reloj. Pensó que era un buen momento para hacerle algún chiste, reírse juntos, pero cuando se acercó, Fernando se fue hacia otro lado, sin expresión en la cara y sin dirigirle la palabra.
Tal vez esté de más decir que para esa instancia yo escuchaba su relato, pero ya lo no creía. Quiero decir: ya había notado que era una ficción, que eso no había pasado en realidad, sino que (supuse) el viejo era algo así como un escritor fracasado y borracho que había tendido un anzuelo para que un joven ebrio lo escuchase. Un poco por respeto, un poco porque la historia llamaba misteriosamente mi atención, decidí oírla hasta el final, y por eso supe que esa noche de sábado los muchachos cenaron pizza y Gabriel dijo algo con respecto a que el tiempo era de plastilina. Desde el quincho se veía la noche, llena de estrellas como son las noches del campo, y las luces amarillas, pequeñas y lejanas de Las Garzas. Era cautivador el cielo manchado como de un blanco difuminado; la posibilidad de ver lo que supusieron eran galaxias o nebulosas los emocionó. Comieron y bebieron mientras se perdían en risas ocasionadas por chistes malos y juegos casi tontos. Tontos vistos hoy, desde los ojos de un viejo. Después jugaron al póker. Cuando Martín perdió, salió a fumarse un cigarrillo para ver el cielo. Lo encendió, lo dejó sobre el cenicero casi inútil en la mesa y fue al baño. Al salir, encontró el cigarrillo completamente consumido, con su cadáver de ceniza sobre el bronce. No dijo nada porque no quería recibir burlas por estar tan borracho y haber tardado tanto en mear. Encendió otro y miró los árboles. Descansaron sus ojos, sin que él quiera, en un punto perdido en el pasto, donde sabía que estaba el reloj. Tomaron el whiskey entero y durmieron borrachos, después de vomitar alegremente en distintos puntos del baño y el patio.
El círculo empezó a cerrarse la mañana del domingo. Martín se despertó con un sobresalto. No habían cerrado las persianas y entraba la luz del sol. Miró hacia la puerta y vio a uno de los sapos saltar hacia el living. El viejo se quedó callado un momento y después me dijo que el sapo era Charly, porque era más grande y más verde que el otro. Siguió contándome: Martín giró hacia la cama de al lado. Fernando seguía dormido. Martín se sentó, se puso los pantalones y estiró el cuerpo para despertarlo moviéndole una pierna. Su amigo no reaccionó. Martín fue hacia su cara ordenándole que se despertara, que necesitaba alguien que lo acompañase con los mates. Lo destapó y vio un hueco rojo en su pecho. Empezó a temblar y, enmudecido por la conmoción, con los ojos abiertos, fue a buscar a los demás. Abrió la puerta de la otra habitación y se sobresaltó al sentir que el otro sapo, Berenjena, pasaba entre sus piernas. Encontró solamente a Gonzalo, pero no pudo comunicarle la trágica noticia porque no iba a escucharlo, porque su amigo no podría ya escuchar a nadie. Martín sintió una presión enorme en el pecho, un deseo de desentenderse de la realidad. Vio salir sangre por debajo de la puerta del baño y no se animó a abrirla. En el comedor la escena era predecible: Claudio estaba como dormido sobre la mesa, con las manos cruzadas en el pecho. Charly y Berenjena se movieron hacia el patio y Martín fue detrás de ellos. La pileta estaba llena de agua roja y en el extremo opuesto había un huevo de víbora o paloma. Martín hiperventiló unos minutos y después intentó pensar, sentándose en el pasto mientras se pasaba una y otra vez las manos por el cuerpo. Tuvo entonces ganas de vomitar y se repitió incesantemente que eso era imposible, que nada de eso podía haber pasado. Mientras tanto, se había parado y caminaba en círculos, rápidamente. El viejo, en este punto de su relato, entrelazaba las manos y las separaba, refregándoselas, hasta que levantó una y la dejó en el aire mientras narraba que Martín vio el huevo en la punta de la pileta y caminó hacia él. El viejo agarró algo pequeño e invisible con la mano flotante y dijo que Martín agarró el huevo y lo observó. Lo apretó entre sus manos y el viejo repitió el gesto que contaba. Levantó las manos a la altura de la cara, con los ojos abiertos. Martín se quemó con el pequeño fuego que salió del cascarón roto. El agua volvió a su transparencia habitual mientras el sol se acercaba a su cenit.
Volvió a entrar en la casa, más tranquilo, y la encontró vacía. Ya no había un cadáver sobre la mesa ni en las camas; ya no salía sangre del baño. Había carbón y leña, sacacorchos y cubiertos. Respiró lentamente; trató de encender cigarrillos que se consumían con la velocidad de una hoja seca. Giró y vio entrar a su abuelo, con un sapo a cada lado. Martín lo miró a los ojos y supo que ese no era su verdadero abuelo, el que tantas veces había visto. Lucía exactamente igual a él, pero su mirada era, al mismo tiempo, la de muchos hombres. «Faltó uno», lo escuchó decir, pero ya había empezado a correr. Saltó por un hueco que había en el alambrado y salió a la ruta. Encaminó su cuerpo hacia el pueblo, pero en cierto momento sintió el cuerpo pesado y frágil. Miró sus manos y las vio arrugarse. El viejo me mostró el dorso de las suyas y después llevó una al cabello y otra al mentón. Me dijo que Martín frenó en el medio de la ruta y tocó su cabeza y encontró cabello gris como el de su barba larga y todavía creciente. Dos autos pasaron a su lado, en dirección inversa. Se vio en el asiento de uno, joven como hace cinco minutos, al lado de su madre que manejaba.
Quedé mirando al viejo después de que terminó su relato, esperando a que dijera algo más. Dejé pasar unos minutos prudentes, en silencio. Él miraba con tristeza su vaso de whiskey sobre la barra. Cuando me pareció percibir que de su boca no iba a salir otra palabra, comenté, de la forma más cordial posible, que el relato era muy bueno, que era un gran narrador y que quería saber su nombre. Él no contestó y yo me paré y busqué a mi amigo haciendo una observación circular. Cuando mis ojos volvieron a la barra, se encontraron con los del viejo, llorosos.
-¿No lo entendés? –me dijo con un hilo de voz. Sentí una gran compasión por él: tan viejo y loco–. Yo soy Martín. Me quedé afuera del tiempo.
Lo miré y no supe qué responderle. Su estado y su tono de voz me convencieron de que no estaba mintiendo, de que él creía que todo eso era real. Al ver mi cara de estupefacción, trató de explicarse. Balbuceó frases sobre el ave fénix y el tiempo circular. Citó autores desconocidos o falsos; dijo que extrañaba a su madre pero que no podía volver. Comencé a ir hacia la puerta, incómodo. Se arrojó de su banco y me agarró de un brazo con las dos manos. Arrodillado y llorando, me preguntó:
-¿Ya no te acordás de mí, Gabriel?
Soltó mi brazo y se sentó en el piso. Cerró los ojos y respiró profundamente. Pareció serenarse. Mi amigo llegó y comprendió que la situación requería una huida rápida. Nos encaminamos hacia la puerta, con él por delante, pero a mitad de camino volvió a mí la silueta de una casa en el campo, un viernes por la mañana. Se completó de a poco, con un amigo mío insultando a una conductora y un palo borracho detrás de un alambrado. Sabía que el viejo estaba loco; todavía pensaba que el relato era una ficción.
Volví y le pregunté al viejo cómo eran los autos en los que fueron a la casa.
-Dos Toyotas Corolla –respondió con los ojos cerrados–: uno azul y el otro blanco.
No tuve más opción que creerle.
Sobre Jordi
Jordi Altamirano es de la ciudad de Reconquista, Santa Fe. Tiene 21 años, estudia Filosofía en la capital provincial y escribe narrativa y poesía. Participó de diversos talleres y clínicas y coordinó, durante 2018, el ciclo de charlas “Mate y Filosofía” en su ciudad. Autor inédito se encuentra actualmente preparando su primer libro de cuentos, del que “EL huevo” forma parte.
> Si querés contactarte con Jordi escribile a jordigabriel77@gmail.com
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